Cuento corto

TILINGAS
Creen saber todo y discuten al más canoso. Son descaradas, inconscientes, desubicadas. Hoy me tocó una: subía al andén del último tren de la mañana con minifalda roja y la típica valija ejecutiva en la mano. Atropelló a una anciana pero lejos de disculparse, largo un "mire por donde camina" a todo volumen.
Me senté frente a la octogenaria humillada que me miró con desgano.
Suspiré y me hundí en Clarin. La misma pendeja ahora discutía con un hombre de alrededor de cincuenta años por un problema del partido que él escuchaba desde su MP3. El hombre le hizo un gesto de desdén con la mano y se alejó varios pasos. "El problema no es el árbitro, es un tema cultural", grito la señorita hasta ponerse colorada. El hombre ya no la miraba mientras otros cuchicheaban. La miré abiertamente: tenía un celular a cada costado de su cintura, la blusa blanca abierta dejaba ver un collar Bulgari y el perfume era innegablemente caro. Qué hacía en un tren de clase media-baja, me pregunté. Pasamos Bertes donde se bajó mucha gente, quedamos cuatro pasajeros en ese vagón, entre los que estaba la joven.
Subió un pibe que no llegaría a los 14 años mascando goma. Se enloqueció. Que porqué no lo escupiste antes de subir, no ves que somos grandes, que no soporto el ruidito que hacés con la boca, tu madre no te educa, entre otras cosas. El chico no le dijo nada, pero se sacó el chicle con la mano, lo miró y lo arrojó al piso. La loca justiciera gritó que llamaría al inspector, cosa que no hizo para no perderse el raro encanto de seguir discutiendo con otro hombre, que terció en la conversación ya que el chico la miraba con pánico sin decir ni mu.
Hice trizas el diario y me bajé del tren en Airoldi, dos estaciones antes, harta de tanta sabiduría y experiencia.

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