LA ALHONDIGA DE GRANADITAS.

Todo marchaba bien para las fuerzas insurgentes después del Grito de Independencia. En tan sólo unos cuantos días miles de hombres se habían sumado al movimiento iniciado por Miguel Hidalgo. Sin ninguna resistencia lograron entrar a San Miguel el Grande, después pasaron por un lugar llamado Chamacuero (que podría ganar un premio en el concurso de poblaciones con nombre extraño) y llegaron a Celaya.
Conforme iban avanzando se encontraban con caseríos o ranchitos olvidados de los que surgían hombres dispuestos a apoyar la revuelta. Los insurgentes marchaban rumbo a un destino incierto; sin embargo, era tanto su optimismo que hasta compusieron una tonadilla muy pegajosa que cantaban al calor de las fogatas o en medio de sus extenuantes recorridos.

¿Quién al gachupín humilla?
¡Costilla!
¿Quién al pobrísimo defiende?
¡Allende!
¿Quién su libertad aclama?
¡Aldama!

Corre criollo que te llaman,
y para más alentarte
todos están de tu parte:
Costilla, Allende y Aldama.

El 21 de septiembre, en Celaya, entonces una pequeña ciudad, Hidalgo fue proclamado capitán general de los Ejércitos de América.
Salamanca, empero, a pesar de sus reducidas dimensiones, fue una ciudad difícil de tomar: grupos armados partidarios de la Corona española opusieron feroz resistencia. Las bajas en ambos ejércitos habían sido muchas; sin embargo, las tropas comandadas por Allende finalmente lograron la victoria. Al salir de Salamanca, las fuerzas insurgentes ya contaban con más de cincuenta mil hombres dispuestos a luchar por la independencia.
Lo que al parecer había comenzado como una mera ocurrencia de un grupo de revoltosos tomaba tal fuerza que amenazaba la estabilidad de la Corona. Rápidamente, noticias de las supuestas fechorías de Miguel Hidalgo llegaron a oídos de Manuel Abad y Queipo, obispo de Michoacán, quien no dudó ni un instante en ordenar la excomunión del cura. Pero, a decir verdad, a Hidalgo la opinión de los jerarcas de la Iglesia ya no le importaba mucho y continuó con su ofensiva hasta apostarse en las afueras de Guanajuato.
En un acto de prudencia, Hidalgo confió a Mariano Jiménez, uno de sus colaboradores, la encomienda de convencer a Juan Antonio Riaño y Bárcena, intendente de la ciudad, de que se rindiera.
—Mira, Mariano —le dijo muy serio Hidalgo a su compañero de lucha—: le entregas esta carta a Riaño y le explicas que no vale la pena un derramamiento de sangre.
La carta pedía la rendición de las fuerzas realistas y a cambio ofrecía un trato humano a los prisioneros.
Juan Antonio Riaño era un hombre nacido para la guerra. Había participado en innumerables batallas navales, y con tal mérito que lo ascendieron a capitán de fragata. Después su título cambió al de teniente general. Su talento en estrategia militar le iba permitiendo obtener cargos de mayor jerarquía en el ejército de la Corona, hasta que recibió la encomienda de vigilar el orden en la ciudad de Guanajuato. Allí entabló gran amistad con Hidalgo y con Manuel Abad y Queipo... Sí, el mismo obispo que años después dictó la excomunión del libertador. Así sucede en las guerras civiles: es posible que quienes un día son vecinos y compañeros al día siguiente tengan que enfrentarse en la lucha por la defensa de sus ideales.
Juan Antonio Riaño terminó de leer la carta y entonces le dijo al emisario de Hidalgo que él era un hombre del rey y que, haciendo honor a su fe jurada, debía luchar en nombre de España.
Ya nada podría impedir que Guanajuato fuera testigo de una batalla.
Mariano Jiménez le contó los pormenores de la reunión a Hidalgo, quien, con evidente tristeza por tener que luchar contra un antiguo amigo, dio la orden de iniciar la toma de la ciudad. Allende, Aldama y el propio Jiménez formaron tres frentes para ingresar en la población. Al principio no encontraron mayor resistencia. Incluso muchos guanajuatenses se iban adhiriendo a sus filas o los apoyaban con dinero y víveres.
Las tropas insurgentes avanzaban de las afueras hacia el centro de la ciudad, formando un cerco alrededor de la alhóndiga de Granaditas: un imponente edificio que servía para guardar semillas, pero que había sido acondicionado como fortaleza en la que se encontraban parapetadas las fuerzas realistas de la ciudad.
Nada más fue cosa de llegar allí para que dieran comienzo las hostilidades.
El fuego cruzado empezó cerca de las ocho de la mañana.



Riaño le pidió a su brazo derecho, el teniente Barceló, capitán de la guardia, que se encargara de repeler las agresiones desde el techo de la construcción, mientras que él se quedó en la parte baja. Aunque los insurgentes superaban en número a las fuerzas realistas, las características del edificio en disputa hacían que la batalla se tornara muy pareja.
Parecía un juego en el que los dos equipos estaban encerrados en su cancha esperando algún descuido del rival. Y el error en aquella imaginaria cancha de la alhóndiga de Granaditas apareció cuando Juan Antonio Riaño, en compañía de unos cuantos soldados, decidió salir de la fortaleza para hacerle frente al enemigo. El experimentado guerrero jugó mal sus cartas y fue abatido por las balas de los insurgentes.
Los soldados que salieron con el intendente lograron reingresar a la alhóndiga llevando consigo el cuerpo de Riaño. Pero el golpe estaba dado: la pérdida de un líder de tanto peso tendría que influir necesariamente en el resultado final de la batalla. Por lo menos así lo consideró uno de los asesores de Riaño, un licenciado que de inmediato le sugirió a Barceló que se rindiera.
—¡Jamás! —respondió el teniente.
—Pues si usted se niega a pedir clemencia, lo haré yo —replicó el hombre, al tiempo que ataba un pañuelo blanco al fusil de un soldado caído y salía del edificio ondeando la señal de rendición.
Al percatarse del hecho, Hidalgo ordenó un alto al fuego.
Un hondo silencio se apoderó de la escena. Después de más de tres horas de explosiones y balazos no había más sonido que el de los pasos del hombre que empuñaba el fusil con el pañuelo blanco y que se dirigía hacia Hidalgo y su gente.
Tac, tac, tac, se oía sobre las baldosas de la explanada de la alhóndiga.
Tac, tac, tac, y el trapo blanco ondeaba movido por el viento.
Tac, tac, tac, y entonces se escuchó una nueva descarga. El licenciado cayó herido de muerte. La banderola se manchó de sangre y en el techo surgió la figura de Barceló, quien después de haber disparado contra el hombre arengaba a sus combatientes para que continuaran la lucha.
La batalla se reavivó. Era cerrada, difícil, cruel.
Las fuerzas de Hidalgo ya habían perdido más de doscientos hombres cuando apareció por allí uno de los muchos mineros que luchaban a favor de la insurgencia, buscando terminar con las injustas condiciones de trabajo que les imponían los recientes decretos del rey Carlos IV y que incluían una serie de castigos que iban desde los azotes en público hasta la pena de muerte. Muchos historiadores dicen que el minero aquel se llamaba Juan José Martínez, otros le agregan el apellido de los Reyes, algunos más lo nombran Mariano a secas, pero en lo que no hay ninguna divergencia es en el apodo: todos lo conocen como el Pípila. El caso es que el hombre se acercó a Hidalgo y le dijo, filosófico, mirando hacia el imponente portón de la alhóndiga:
—¡Ta’ duro!, ¿no? Yo creo que sólo con fuego podremos traspasar esa puertita.
—¿Con fuego? —preguntó el cura sin entender muy bien las palabras del hombre.
—Usted nomás deme la orden y yo me encargo de lo demás. Tengo un plan que no puede fallar.
Miguel Hidalgo asintió, contagiado por la confianza de aquel minero que de pronto había salido de la nada. Ayudado por algunos combatientes el Pípila se ató una pesada losa de cantera a la espalda. Tomó unas varas de ocote, un poco de brea y trabajosamente comenzó a gatear hacia el portón. Las balas enemigas comenzaron a repiquetear sobre la piedra, pero el Pípila continuaba su recorrido sin prestar atención al peligro, como si aquéllas no fueran balas, como si se tratara de las frescas gotas de una lluvia en primavera.
Llegó hasta la puerta, la untó de brea y después comenzó a encenderla ayudado por las varas de ocote. Rápidamente el fuego fue haciendo estragos en el portón, hasta que al cabo de un rato se consumió buena parte de la madera.
La descabellada idea del Pípila había funcionado.
Era cerca del mediodía cuando las tropas insurgentes empezaron a ingresar en el edificio. Barceló y sus soldados aún dieron algo de batalla, pero al final resultaron vencidos por las huestes de Hidalgo, que de esta forma tomaron la alhóndiga de Granaditas. Acceder al edificio significaba en realidad tomar el control de la ciudad de Guanajuato, importante bastión del centro del país. Ésta fue, además, la primera victoria de renombre en la campaña independentista, y, por si fuera poco, la batalla confirmó que el movimiento libertador iniciado apenas dos semanas atrás no era tan sólo la ocurrencia de unos cuantos soñadores, sino la aspiración legítima de todo un pueblo.
Aquel 28 de septiembre de 1810 los muros de la alhóndiga vieron triunfar a Hidalgo y a su gente, pero la historia es caprichosa y esas mismas paredes, pocos meses después, habrían de ser testigos de un hecho doloroso cuando las cabezas de Miguel Hidalgo, Ignacio Aldama, Ignacio Allende y Mariano Jiménez fueron colgadas en las esquinas superiores del edificio con un letrero que decía: "Insignes facinerosos y primeros caudillos de la revolución".
Las cabezas estuvieron expuestas, a manera de escarmiento, hasta el 28 de marzo de 1821, fecha en que se les dio sepultura en el panteón de San Sebastián.
Ha pasado el tiempo. Hoy México es un pueblo libre. En Guanajuato la alhóndiga de Granaditas permanece en pie, orgullosa, igual que hace doscientos años, para recordarnos que alguna vez existió un grupo de hombres dispuestos a jugarse la vida con tal de legarnos un mejor futuro. Un grupo de hombres valerosos que, a pesar de las adversidades, se daban el tiempo de entonar tonadillas pegajosas.

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